¿Qué ha pasado con Cela?
Sí, ya sé que su tremendismo, su personalidad excesiva y sus polémicos antecedentes públicos no invitan a desenterrarlo. Y que cuando éramos jóvenes lo teníamos hasta en la sopa, fiel a su dudosa estrategia de permanente exposición pública. E incluso que, como todo genio de la escritura, cayó a veces en la tentación de los experimentos infumables. Pero no puedo olvidar, cada vez que paso por su mirador, que me permitió recorrer España a lomos de su mochila, desde la alcarria hasta el Bidasoa, cuando aún estaba aprendiendo a andar. Ni el deslumbramiento con el enjambre humano del café de doña Rosa, cuando aún estaba aprendiendo a leer. Ni esa sensación, tan inquietante como adictiva, de que te maneja a su antojo desde su atalaya todopoderosa. Ni esos palabruchos carpetovetonicos imposibles. Ni tantas y tantas imágenes poderosas, que por si solas justifican el tiempo invertido en leerle. Y es que, aunque el personaje esté criando malvas, su obra vivirá siempre en lectores como yo.