Antes de ponerme a teclear me impuse como penitencia buscar lo positivo de 2020. Y no caer en el agujero sin fondo del tremendismo.
No mencionar lo del año de mierda, ni lo del peor año de nuestras vidas, ni mucho menos lo del tiempo robado. Como si el tiempo fuera un derecho constitucional, junto a la libertad, a la igualdad o la vivienda, y ese derecho a la existencia que, confiados en la definitiva derrota de la Historia, elevamos a dogma de fe, negando —no hay peor ciego que el que no quiere ver— el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Como si de repente, en la película de nuestra más o menos confortable vida, con nuestros altibajos pero vida, hubiera aparecido en la pantalla un fundido a negro, congelándose la proyección de forma inaceptable, oiga, quiero que me devuelvan mi entrada, y salir de esta sala oscura, y el libro de reclamaciones, y ya.
Tampoco quiero mentar lo de la falta de previsión, y mucho menos de reacción, de esa gente que elegimos para protegernos. Ni su miopía, su impotencia para ver más allá del horizonte de su propia sombra, para dejar de ver al de enfrente con los prismáticos de las trincheras, para entender que no son el enemigo, que ahora todos somos víctimas, y que no hay un plan divino de salvación nacional, que nunca lo hubo. Ni su incapacidad para ponerse de acuerdo en el timón del cayuco en el que intentamos dejar el continente de la plaga para llegar al nuevo mundo de nuestra antigua vida, para dejar de arrojar mientras por la borda fardos de cadáveres anónimos.
Antes de ponerme a teclear me propuse quedarme con la ilusión ingenua de los aplausos de las 8 de la tarde, cuando parecía que empezábamos a entender que no estábamos solos. Que no sabemos quiénes somos, de dónde venimos ni adónde vamos, pero sí que el vecino está en la misma situación, y tiene el mismo miedo. Y que la única forma de ganar una guerra es compactando un ejército, y priorizar la línea de fuego, a los sanitarios, a los científicos, darles todos nuestros recursos, conscientes de que sólo con sus cañones podríamos matar a las moscas asesinas.
Y, sobre todo, me propuse quedarme con el ejercicio de responsabilidad con el que cada uno de los humanos que merecen ese apelativo abre sus ojos cada día, conscientes de que una nueva batalla empieza, y de que de nuevo hay que luchar por lo nuestro, y que lo nuestro es lo de todos. Que si me quito la armadura puedo herir al de al lado. Que si le abrazo y le beso puedo señalarle de por vida. Que si le ignoro y le condeno, mañana el apestado puedo ser yo. Que todos somos compañeros de armas.
Antes de ponerme a teclear me impuse como penitencia buscar lo positivo de 2020. No sé si lo he conseguido. Pero es la única forma de afrontar lo que nos viene.
Feliz 2021.