Siempre ha tenido el hombre una relación difícil con la constancia. Ya en el mismo paraíso Adán y Eva no tardaron en incumplir la prohibición de Dios y sucumbir al achuchon de la serpiente, condenándonos al morder el fruto del árbol prohibido a una vida de tentaciones y más que probables pecados, dada la fragilidad de nuestros ancestros. Si algo nos caracteriza, salvo honrosas excepciones, claro, es nuestra facilidad tanto para entusiasmarnos como para desengañarnos, y el cada vez más corto lapso entre ambas. Desde los llantos con los que saludamos a nuestra llegada al mundo, y que, para fortuna de nuestros padres, van cediendo con los días y el hábito, hasta nuestra propensión a enamorarnos de repente, aunque en este caso, de no mediar un imprevisto, suele durarnos algo más, mientras que la silenciosa erosión del tiempo —esa si es constante— actúa. Por no hablar de la impaciencia con la que abordamos todos los eventos de nuestra vida —el disfrute de ese juguete de Reyes que olvidamos a la semana, los propósitos de nochevieja ahogados en la resaca de año nuevo, las promesas de seguir viéndonos diluidas en la exigencia ciega del presente, la dieta eternamente empezada—, o de la necesidad de inflamarnos cada cuatro años con las soflamas de los políticos de turno, ahogada al poco en el mismo calabobos en el que naufragan sus promesas.
Por eso, cuando un inoportuno virus irrumpió en la rutina asumida de nuestro gatorratón, no tardamos en reaccionar (unos más que otros, claro). Era tal nuestro ímpetu que nada parecía imposible, ni siquiera que todo cambiara, pues a la novedad del reto se le unía su magnitud, nunca vista en cien años —es decir, nunca vista—. Y asumimos que debíamos confiar en los científicos de ojos salvíficos y cejas desorbitadas que nos daban el parte de guerra televisivo. Y refugiarnos tras las trincheras de nuestros hogares, mientras algunos de nuestros congéneres daban lo mejor de sí mismo, y hasta la vida muchos, por nosotros. Y salir al balcón a aplaudirles a las ocho de la tarde, con ese sentimiento de hermandad con el vecino que nada ni nadie podría torpedear, fruto de la conciencia de un destino compartido, y que podría con todo y con todos. Y comprender que todos estamos juntos en la enfermedad y en la pobreza —en la salud y en la riqueza cualquier matrimonio funciona—, y que debíamos respetar al de al lado, igual que el de al lado a nosotros, aunque solo fuera por el mero detalle de permitirnos seguir pecando a discreción en este mundo que se nos hurtaba de sopetón. Pero, como seguro analizarán los historiadores en el futuro, poco nos duró ese calentón filantrópico. Lo justo para que las águilas de la política despertaran, advertidas de que se había acabado el tiempo muerto, y conscientes de que el partido debía seguir jugándose como siempre, faltaría más, es decir, a tortazo limpio. Siendo incapaces de admitir ni un error propio ni un acierto ajeno, y de entender que en el frente de combate no estaba el de siempre, el otro, sino una amenaza que no distingue de izquierdas ni derechas, de lenguas ni fronteras, de razas ni religiones. Es decir, ninguno de los hechos diferenciales que fundamentan su propia existencia. Como dando la razón a la greña política, también el ciudadano normal, algunos más que otros, claro, se fue desconfinando más rápido de lo que la cruda realidad exigía. Y es que arrastramos, ya se sabe, una propensión de origen a morder la manzana, y a que nuestras tiranías corporales nos cieguen cualquier atisbo de conciencia social mantenida en el tiempo. Qué más da si al satisfacer nuestros instintos jodemos a los demás, aunque sea a la carne de nuestra carne. O es que cada uno vamos a ser responsables de la puñetera pandemia, vamos hombre, para eso están los políticos, que hagan algo de una vez.
Total, si desde lo de Adán y Eva no tenemos remedio.