La idea es brillante pero arriesgada. Un antirobinsoncrusoe. Es decir, un náufrago de la vida que se recluye en una isla desierta, un anacoreta laico.
Pero toda novela exige, a mi entender, una apuesta que pasa siempre porque el lector embista por el capote que le muestra el autor. Que quede encelado en el engaño. Que pique el anzuelo en las primeras páginas, no vaya a ser que su paciencia y su tiempo anden a la par.
Y el basar todo el armazón del libro en la misantropía del protagonista tiene su riesgo, que es de alabar. Sobre todo porque Antonio Tocornal lo resuelve con la difícil facilidad con la que los grandes escritores sujetan a sus víctimas página a página, sin que se note el esfuerzo.
Y sin necesidad ni nostalgia alguna de un misterio que las hilvane, más allá de la causa de ese destierro. Solo con el propio discurrir de una prosa precisa y rica, que logra sujetar la tentación de sucumbir al preciosismo poético, aunque se asome en ocasiones, cuajada de imágenes poderosas y de metáforas deslumbrantes, y que, articulada a través de tres voces, nos arroja de nuestro cómodo navío de golpe contra las agujas rocosas de los Bajíos de Afuera del Roque Espino, encallando sin remisión.
Y, durante las poco más de 200 páginas, nos convierte en náufragos de nuestra propia existencia, como el farero, y nos hace cómplices de la búsqueda de una explicación, de ese borrarnos para intentar ser otro (¿quién no ha querido alguna vez “irse a dormir para poder pasar la frontera de la realidad”?).
En el fondo todos nos pasamos la vida “sospechando la importancia de encontrarle un sentido y al mismo tiempo menospreciando la necesidad de buscárselo, postergando la búsqueda”.
Absolutamente recomendable.