Debo empezar por abroncarme.
Nunca debe dejarse un libro sin acabar. Y no solo porque sea una falta de respeto al esfuerzo y la dedicación del autor, sino porque hasta el rabo todo es toro, y, quién sabe, puede que el final te haga cambiar de opinión, como una revelación.
Pero, igual que un plato de cocina debe estar rico, por mucho concepto que lleve detrás, un libro debe atraparte. Debe dejarse leer, tentarte, y luego mantenerte anestesiado en su abrazo hasta el inevitable choque con la realidad, como buen flechazo.
Y eso que reconozco que el arranque me mantuvo intrigado, a pesar del evidente planteamiento discursivo, con esa primera persona del plural tan generacional, y el inquietante desfile de unos personajes caricaturizados, ahogados en unos conflictos vitales tan absolutos como lindando con el absurdo, Cuando en una novela pierdes la esperanza de que pase algo que te haga creíble e interesante lo que lees, y, desesperado con la inacción, llegas a marearte, como quien mira desde la ventanilla del coche un paisaje ajeno y circular, malo.
Hasta que uno se da cuenta de que lleva ya dos tercios del libro.
O igual eres tú.