Volver a Antonio Muñoz Molina es siempre una apuesta segura, igual que echar la vista atrás, a nuestro pasado más íntimo. Nunca nos defraudan, aunque las vayamos postergando, colapsados siempre por la exigencia celosa del presente. Ambas cosas (volver a sí mismo y, a un tiempo, a esos “lugares de la infancia” tan remotos, pero tan presentes siempre en cada uno de nuestros sueños) es lo que nos ofrece el autor en esta especie de diario híbrido, o de memorias disfrazadas de relato de actualidad (“voy a donde me va llevando lo que escribo”), en las que va alternando la inevitable crónica sedentaria de los meses posteriores al encierro pandémico con una inmersión progresiva en la Úbeda de sus primeros años.
Confieso que, pese a mi fidelidad a un escritor al que, desde que descubrí en la excepcional “Beatus Ille”, no he dejado de leer, el arranque del libro a punto estuvo de minar mi entusiasmo. Y es que aún tenemos todos tan cercana esa época en la que observábamos desde la ventana cómo un mundo hostil y extraño había suplantado el nuestro, cuando “el aislamiento temeroso de cada uno se volcaba en la emoción común”, que igual es demasiado pronto para evocarla, inmersa aún en ese limbo entre un pasado tan candente que quema y un presente cuya vocación de futuro, precisamente por esa herida sin cerrar, pasa por olvidarlo y seguir adelante. Pero conforme se iba sumergiendo, con la excusa del tiempo detenido en el confinamiento, en esa mirada retrospectiva, en ese “instante congelado en blanco y negro de la fotografía”, en “su aterradora lejanía”, a través de las voces de su madre y de su tío, entreveradas con la propia, mi devoción muñozmolinense se reavivaba. Y no solo por lo que ya sabía, lo que daba por hecho, esa prosa de cronista sobrio y lúcido, de notario del tiempo detenido, que sabe escoger con pulso los momentos de lucimiento metafórico; sino también por la valentía y la crudeza de ese ajuste de cuentas con una época en la que “lo áspero y árido de las cosas era solo una parte de la aspereza general de la vida”, con unos recuerdos en los que esa “falta de sangre” que le achacaban los varones de la familia jamás ha dejado de dar positivo en el pcr de su memoria, ni el miedo y las náuseas de su madre, ese “ayer es nunca jamás” que su hijo, ante su progresiva degradación, intenta (con la excusa de narrar la actualidad desde la atalaya de su balcón) evitar que desaparezcan de “la memoria viva cuando ella las olvide, o cuando muera”.
En el fondo todos somos una sombra que se confunde con la de nuestros mayores, como reconoce Muñoz Molina. Igual que la nuestra se confundirá con la de nuestros hijos y nietos algún día, cuando les llamemos por teléfono desde la lejanía de nuestra consciencia para ajustar ese pasado del que jamás nos desconfinaremos, al que siempre volveremos. Quién sabe si para sobrevivir en su recuerdo.