CARLOS CASTÁN

No sé cómo he aguantado tantos años sin leer a Carlos Castán Andolz. Si en el puzle absurdo de la vida pudiéramos, llegado un momento, recomponer las piezas en el orden debido, no dudaría en retroceder a mis primeras lecturas para que me deslumbrara. Así aún podría recuperar la vista, cosa que, a estas alturas, se me antoja misión imposible.

Es lo bueno y lo malo de descubrir un autor esencial. Y eso que de sus páginas sales con los huesos calados de ese “frío de vivir”, de esa “estética de la derrota” que, como una lluvia secreta, te va empapando dentro. Y lo notas a cada frase que te golpea sin avisar, a traición (“si un hombre es más lo que recuerda haber sido que lo que en efecto ha sido, entonces ya estamos hablando del dolor”); a cada pincelada impresionista, con la que te perfila ambientes y acciones que suelen desbocarse en finales abruptos, a veces crueles, como tantas de nuestras historias, cuando sientes, como el protagonista heterónimo de “Cenizas en los labios”, “como prestada la sangre que me corre por dentro”; a cada metáfora de luz (“tenía la timidez de los que habitan sin cesar ciudades sumergidas y horas interiores, la gravedad de la gente propensa a morir”). Cada cuento primero te golpea y luego te aturde, prevaliéndose de esa varita mágica que el destino ha regalado al autor, y que utiliza sin piedad alguna, a discreción, mientras asistes al espectáculo brutal de la buena literatura, la que impide que te levantes de tu butaca del mareo.

La que te descubre un mundo. El suyo, el tuyo, el de todos.

“Escribía sobre los tigres de uñas sangrientas que llevábamos colgados de los hombros a través de las calles y los días, y lo difícil que era todo, y monstruos surgiendo de repente en medio de la niebla, y el silencio tan suave de Lucía, y sus ojos como estrellas de Miró”.

Al acabar, eres consciente, a pesar de ese halo asfixiante de fracaso declarado, de ese poso de desencanto y amargura, de que “quizá la única aspiración razonable sea la de vivir una vida bien contada”. De que la única forma de salir a flote del naufragio del tiempo es mediante la palabra. Igual que la única forma de conquistar por fin la idea de futuro, de pervivir, es transformando el inevitable fracaso de nuestros sueños en un relato luminoso. De que “quizá no solo fieras acechan en la niebla”, pues en los recodos de su camino aguarda, escondido, heroico, el Séptimo de Caballería.

Si yo fuera Carlos Castán dormiría tranquilo por las noches, sabiendo que no solo soy “la colección de instantes de mi vida que decidieron quedarse”, sino, además, la suma de cada uno de los momentos de felicidad poética ajena que nos proporciona a cada uno de sus lectores, pasados, presentes, y, sobre todo, futuros.

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