VOLVER A CASA

Estos días he vuelto a casa, padre. Sabes que se acabó, que sin vuestro olor por los pasillos nada tiene sentido, solo sillones y baldosas y perchas y libros sin alma, que los recuerdos ya los llevamos cada uno dentro, en nuestro particular archivo, esos no están en venta. Qué puñetero eras, guardabas todo. Fotos, sellos, monedas, llaveros, mecheros, placas, plumas secas, relojes parados, vidas recortadas. Y papeles, muchos papeles. Desde nuestros libros de escolaridad hasta esos artículos de prensa que subrayabas y acotabas, pasando por la documentación completa de todas tus vidas (la de maestro y director escolar, la de padre de familia numerosa, la política, la de amigo de tus amigos, la de ciudadano de a pie, la de escritor). En los últimos años no te acordabas de lo que tenías que hacer esa mañana (por eso te lo apuntabas en la agenda, con esa letra inmaculada de calígrafo obseso), pero podías recitar de carrerilla nombre y apellidos y mote de cada uno de los cordeleros, guarnicioneros, camareros, fotógrafos y hosteleros de tu Cuenca de la infancia. Y te levantabas encajado entre el volante y la puerta izquierda del Fiat de 10 toneladas del abuelo Gregorio, de camino a por los troncos de la sierra, contemplando maravillado por el cristal esos pueblos dejados de la mano de Dios, intuyendo que algún día tendrías la oportunidad de hacer algo por ellos. Qué mal acostumbrados nos tenías. Crecimos pensando que siempre un ángel de la guarda repeinado, presumido y recién afeitado, con un lunar en la mejilla derecha y el nudo de corbata perfecto, nos protegería, y no nos abandonaría ni de noche ni de día. Que ser padre iba a ser cosa hecha, tan natural como los chistes con que amenizabas las comidas familiares, las asambleas locales o los domingos en el campo. Tan sencillo como estar siempre ahí sin que se note, orientando con el ejemplo, aconsejando sin abrumar, sabiendo que la inteligencia es tan importante como el corazón, que cada uno somos un mundo, y que, por mucho que queramos, el amor es siempre tolerancia, paciencia y anonimato.
Estos días no paro de encontrarte en cada papel que rescato del olvido. Como no he heredado tu memoria prodigiosa (ni mi pelo, me dirías ahora, seguro), me veo en la obligación de guardar todo lo que tú guardaste, hasta las cajas de cerillas. Para qué vivimos, si no es para que alguien guarde nuestra ausencia en una caja de cerillas, aunque ya no fume.
Qué difícil es ser padre, padre, después de haber sido tu hijo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *