LA SOLEDAD

Ojalá fuera, como dice Miguel Sánchez Robles, “de esa gente que no está triste ni alegre ni acostumbrada a pensar”. Pero, como (para mi desgracia) no lo soy, y encima tengo la mala costumbre de leer la prensa, voy y me entero de que el gran problema nacional no es la pobreza de muchos, ni el encaje de todos en un estado, aunque sea de bolillos, ni las listas de espera de la mayoría, ni siquiera la incapacidad de entenderse de nuestros ilustres, como pensaba. El gran problema nacional es la soledad. Resulta que ya no es solo un atributo de la vejez, cuando la vida por ley va podando para siempre las flores de tu ramo, sino que ahora son los jóvenes, que, con tanta pantalla, no son capaces de salir de la burbuja de su cuarto, y se marchitan sin llegar a florecer. Claro que hay excepciones, como Ana García Obregón, que ya brinca la edad de jubilación (la actual al menos) y, ni corta ni perezosa, se ha puesto el mundo por montera, menuda es, y volverá de Miami como en otra época las cigüeñas de París, con el equipaje nuevecito en el pico. Y es que no nos soportamos a nosotros mismos, ese es el gran problema. Por eso reventamos los vuelos temáticos de las Turkish Airlines en busca de pelo (y, de paso, a hinchar Instagram de fotos de mezquitas y rulos de kebab), o nos inyectamos la droga de Hollywood para adelgazar, simulando diabetes, o engordamos la lista de espera del amor (esta es más ágil que la del médico, la de la vivienda o la de las editoriales, por poner ejemplos imposibles) para encontrar en First Dates quien nos aguante. Estamos tan solos que hasta nos da por autolesionarnos, sea la cicatriz francesa que los ermitaños digitales se filman en la cara para gritar aquí estoy por Tik Tok, sea un tatuaje de amor de madre que nos muda la piel de serpiente, sea un bebé llorón que nos va a despertar cada hora pidiendo teta (aunque igual desde Miami viene en el mismo alquiler la niñera, que esto ya no es lo que era, y está de oferta el pack completo para algunas). El caso es combatir las leyes de la edad, que es lo mismo que decir de la naturaleza, sea por defecto (cuando nos estamos abriendo a la vida, y debería florecer al aire libre, con el sol y la lluvia de cara), sea por exceso (cuando ya se nos escapa, y somos incapaces de asumirlo).
Tiene cojones la cosa. Justo cuando la pandemia ya ni siquiera es un recuerdo, justo cuando el eco de las bombas, cada vez más lejano, se transforma en un compás de tambores y clarines, a punto de reventar las terrazas de penitentes, justo cuando nos enteramos que de aquí a nada podremos tomar el control de nuestros genomas, que es como decir de nuestro destino, justo cuando confirmamos que la vida llegó a la Tierra a bordo de un asteroide, y que solo estamos de paso, resulta que estamos solos.
Que, sin duda, nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *