Esa mañana, al abrir los ojos, la roca seguía ahí.
Agarrado a la cuerda, suspendido de su arnés en el vacío, alzó la cabeza hacia el perno de arriba.
Jamás se lo había planteado. Solo había que subir, colocar el extensor en el pasador, asegurarse, y a por el siguiente.
Sobraban los porqués.
¿O es que hay que preguntarse por qué respiras a cada bocanada?
¿Por qué no te mueres a cada instante?
¿Por qué no eres consciente de ser una mota insignificante de polvo en un estercolero que te ignora, tan inabarcable como tu ignorancia?
¿Por qué últimamente pasas de la alegría más triste a la tristeza más alegre mientras la vista se te pierde?
¿Por qué antes escalabas como vivías, siempre adelante, buah, menuda gilipollez, no, subir una roca para qué, para luego bajarla, pero me gusta, y qué?
Pero esa mañana la cosa vino de preguntas. Y solo pregunta el que duda, pensaba mientras dudaba si ascender o dejarse descolgar. O seguir ahí, esperando nada.
Ni siquiera reparó en los gritos de su asegurador que, viéndole balancearse como un pelele ido, se desgañitaba a setenta pies de los suyos, sujetándole.
¿Por qué con el soplete del café humeante fundiendo al amanecer las venas necrosadas de ayer, mientras te inunda una vaga sensación de bienestar, sientes que todo puede volver a empezar?
¿Por qué no te basta con el espectáculo callado de los chopos escapando de su destino entre la lluvia amarilla, allá abajo?
¿Por qué dudas de que el solo hecho de mirarlas y sentir que te necesitan te justifique?
¿Por qué renunciar a buscarte en la magia secreta de las palabras, en su misterio errante?
¿Y si no qué?¿El espejismo azul y tramposo de arriba?
Ocultando los primeros rayos de sol, un globo gigante empujó el cielo sobre el farallón rocoso. Los seis pasajeros manoteaban y gritaban mientras hacían fotos en la barquilla. Abajo, los primeros senderistas aparcaban su ritmo frenético en el camino de sirga, ante lo que a ojos vista parecía un diálogo de sordos entre unos y otros. Sacaron los móviles y apuntaron.
Razones.