LA NOCHE EN QUE PUDE HABER VISTO TOCAR A DIZZY GILLESPIE

Es la tercera vez que me pasa, y espero, por mi bien y el de sus futuros lectores, que no sea la última.

Cada vez que acabo un libro de Antonio Tocornal siento un vacío. Una especie de mono anticipado o de añoranza futura. El vacío del que, tras una experiencia lectora única, y que ha ido demorando mediante el paladeo perezoso, con la ilusión imposible de quedarse varado en sus páginas, se da de bruces con que se acabó lo que se daba, y a saber cuándo vuelve a avistar otra similar en el horizonte, de tan alto el listón.

Tiene Tocornal el extraño vicio de escribir bien, incluso me temo que a su pesar. Cuesta imaginar que alguna vez, ni en su tierna juventud, brotara de su pluma frase redundante, incorrecta o no ajustada, igual que cuesta imaginar que un pez se estrelle en el agua o que un político sea altruista, por poner dos ejemplos de naturalidad opuesta. Y es que la literatura le brota de dentro en arcadas de talento, por mucho que se esfuerce en hacernos creer que le cuesta Dios y ayuda depurarla, y que para que el oro reluzca hay que sufrir. Dicho esto bajo los efectos de mi futuro síndrome de abstinencia, claro está, y de la envidia insana que como aspirante a escritor me provoca su facilidad, esa capacidad de amarrar en su butaca al lector con la soga de la palabra certera, de la imagen plástica, del fraseo medido y rítmico. De su prodigiosa chistera sin fondo de mago, de la que no para de sacar a la luz un bestiario interminable de personajes extravagantes, únicos, personajes que uno jamás se encontraría en misa de una ni se cruzaría por la calle, y a los que el autor, con su particular poética de la marginalidad, hace desfilar por los espejos cóncavos y convexos de su Callejón del Gato ante nuestros ojos desorbitados. Y acabamos, gracias a un exhaustivo detallismo expresivo encubierto de fina ironía, por normalizar lo insólito. Por sumergirnos, con la misma frescura con que fluye de su pluma, en ese “mundo inventado en el que todos se empeñaban en creer”, en esa “poesía del gesto inútil” de los que profesaban el sentido religioso del arte, en ese “vivir de forma permanente en la revolución” como forma de negar lo convencional, de reivindicar el absurdo como forma de existir, de sentirse vivos, por mucho que el narrador, en un contrapunto biográfico que más que distanciar contribuye a esa normalización, reniegue de esos años salvajes, bandeando entre la nostalgia y la decepción por haber pertenecido a ese universo.

Hay autores que hacen de la lectura un patio de recreo al sol, un mundo aparte del que jamás quieres salir, confiando en no oír el eco del timbre de la clase, en seguir siendo un niño que solo siente, mientras que otros la confinan a los estantes de una biblioteca, tan sesudos como elevados. Yo de ti saldría corriendo al patio. La novicia que se tomó una año sabático para hacer pelis porno y en los descansos ponía al equipo a rezar el Ángelus, el pintor italiano que se disculpaba por llamarse Franco, la stripper que se gastaba el dinero en pasear en taxi las noches de lluvia, el periquito que solo entraba en su jaula a dormir, el escultor de heces, el cocinero que va posponiendo su suicidio cada década, los poetas neoguturalistas, el pintor de los orgasmos cósmicos,…

¿Y ahora qué? El vacío.

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