¿Por qué tengo que seguir leyendo?
Este dilema me vino al brincar las primeras cincuenta páginas de “El niño que robó el caballo de Atila”, que, según los tratados al uso, es el periodo de gracia que toda novela merece. Se me ocurrieron varias respuestas.
1)Porque arrancó con una idea original, una situación tan extraña que disparó por sí misma las preguntas, ese imprescindible ¿y ahora? que motiva al lector a lanzarse de bruces y sin red a su interior.
2)Por la fuerza poética de su prosa. Siempre he pensado que merece la pena leer solo por la esperanza fundada de encontrar una metáfora que te desnude, una imagen que te grite, un giro que te descoloque.
3)Porque el capítulo 23 (“Hoy te voy a enseñar a matar”) es brutal, aunque sea en sí mismo, sin formar parte de la obra (pensé).
4)Porque la mayoría de los críticos y lectores que sigues, respetas y admiras por estas redes la ponen por las nubes, por no hablar de sus traducciones y reconocimientos. Y sabes que si no te unes al aplauso gremial tu intrusismo iletrado va a quedar más que en evidencia, y podrá ser utilizado en tu contra en el juicio final.
Pero si algo tienes claro es que si a mitad de lectura te planteas esa pregunta, algo falla. Que tu paciencia no es gratis, que todo pacto lector exige una contrapartida escritora. Y que lo que al principio te parecía sorprendente gira de pronto a monótono. Y que la propia verosimilitud en que, a tu juicio, todo relato que coquetee con la fantasía debe sostenerse, por mucho que sea prolija en detalles, se deshace entre la tierra del pozo, sin que llegues a digerir cómo el Pequeño, por mucha metáfora que el autor pretenda, es capaz de delirar como un filósofo (adulto) loco, ni cómo una situación desesperada se prolonga más allá de los límites de lo razonable.
Y te reafirmas, al acabar renqueando sus páginas, qué difícil es (por eso es un arte) escribir bien sin que se te despeñe el lector por el barranco de tu mente. Sin que pasar página pase de ser una ilusión a un deber.
Entonces, una vez acabas de desahogarte, te planteas por qué tienes que seguir callando o disculpándote cada vez que una expectativa así te decepciona. Y que el autor (jamás quisieras perjudicarle, pues respetas todo el esfuerzo y la idea) nunca sabrá de tu existencia anónima, afortunadamente para ambos. Pero necesitas decirlo, aunque sabes que tienes todas las de perder, que tu sentencia está ya dictada. Y le das al intro. Alea iacta est.
