EL REY DE LA CIUDAD PERDIDA

Este es mi pequeño homenaje a un grupo que me ha acompañado en todos los momentos importantes de mi vida desde 1984, y que, tras su resurrección, lo sigue haciendo, convertido ya en leyenda viva. Gracias muchachos, qué grandes sois.

EL REY DE LA CIUDAD PERDIDA

A José Ignacio Lapido, con su venia.
A todos los ceromaníacos.

“Al final, al final, al final,
tú y yo seremos…
Al final, al final, al final,
tan solo el eco de palabras que dijimos”
(Ceronoventayuno: “Al final”)

Por un momento dudó de todo.
De qué hacía ahí, diluido entre ese grupo de cincuentones renegados que descontaban los minutos antes del concierto con la excitación de haberse descubierto, como si de verdad a su alrededor, mientras los días vienen y se van, crecieran de una vez los hijos de la lluvia que cantaba el espantapájaros (pensó).
De si a la luz de luna le encontraría por fin tras las sombras, allá arriba, en lo más alto de esa Torre de la Vela que asomaba por el Paseo de los Tristes entre las brumas de las Alhambras, total solo llevo toda la vida buscando (pensó).
De si en el fondo no se estaba despidiendo sin saberlo, como esos enfundados en preservativos a punto de estallar de la implosión de su semen, o esas de las orejonas rosas de coneja y megáfono ambulante, o todos los demás, que deshojaban por Pedro Antonio la tarde eterna de mayo dentro de su ilusión de margarita, ignorando que esos días de vino (como el color del cielo, pensó) y rosas (recordó cuando ella le mandaba mensajes en sus pétalos) se perderían por el camino tortuoso del Albaicín, a sus espaldas, cuando menos lo esperaran.
Para ser sinceros, dudó de su sombra, y hasta de sí mismo, como dudan los que tienen tan apresada la realidad con la inercia de la vida, incapaces de soltarse, que hasta olvidan la fantasía, la mera posibilidad de regresar a ese punto en que pudiste ser otro y del que ya ni te acuerdas, a tu pesar (¿decidiste acaso escapar, harto de llevar el mundo a cuestas? ¿o es el propio camino el que te lleva, embocado hacia su final?).
¡Vengo a terminar lo que empecé!, ¡vengo a terminar lo que empecé!, y todo el pabellón botaba entre charcos de orín espumoso sabiéndose inmortal, tras una imprevista maniobra de resurrección, y él agitaba al ritmo de los estribillos coreados su puño alzado al techo, confirmando, aunque parezca mentira, el rumor que aventaba entre temores y sudores: sigue estando Dios de nuestro lado, sigue estando Dios de nuestro lado. A su alrededor, miles de bebedores solitarios entre cientos de horas muertas, acostumbrados a beber los tragos más amargos, creían oír por fin sus pasos en la calle, allá donde el amor se esconde, allá donde los pirómanos de su oficina se mueren de risa tras soñar con jaulas, con corazones y con guitarras, tras oír por fin aullar más de cien lobos en su corazón. Amor, ya es hora de volver al combate, a buscar las balas que no me mataron ayer; hora de unirse al bando de los sinsentidos, de averiguar si mis sueños son esas naves que hundiéndose ardieron al amanecer, teñido de ceniza y promesas rotas, o si siguen ahí, perdidos entre diecisiete espejos cuarteados sobre un altar, dispuestos aún a ser rescatados antes de que diecisiete tumbas los sepulten del todo (pensó).
Fue entonces cuando sintió la necesidad de ser invisible, aunque fuera un momento. De que le miraran sin ver, de estar sin estar, mientras todo el mundo caminaba, al ponerse el sol, al baile de la desesperación. Salió a la noche abierta, corriendo al borde del abismo, abriéndose paso entre 2000 locos que hacían cruces en la tierra, preparando la revuelta. Sin importarle que la luna se retrasara, consciente de que la vida es un péndulo, una espiral, un barco fantasma. Y de que nada es real.
Dispuesto a recortar el perfil de la oscuridad, callejeó entre jeroglíficos egipcios, se diría que queriéndolos descifrar, hasta que volvió a divisarla tras el laberinto, sobre las murallas, como esperándole desde siempre. Abandonó los viejos caminos, colapsados de gente en busca de un destino. No supo jamás cómo logró colarse, mientras seguía las estrellas desde el norte hacia el sur, donde lo gris se vuelve azul; consciente, eso sí, de que siempre serían demasiados escalones que subir para llegar hasta allí. Ni supo por qué, al coronar las almenas, se tumbó en el suelo, dispuesto a escuchar todos los sonidos de la tierra, que retumbaban en sus oídos, mezclados con las ruinas de antiguos romances, con el estertor de las lágrimas que Eva derramó en el paraíso, con el eco trasero del siglo XX, suplicando que las luciérnagas le dieran su luz. Para escribir versos a las moscas en papel de fumar, para admitir que el futuro ya no es lo que era, como buen poeta ambulante (pensó). Para encontrar un poco de emoción en su locura. Para que empiece la excitación mientras escapa la razón.
Entonces comprendió que siempre sería el rey de la ciudad perdida. La ciudad donde tú también reinaste un día. Un hombre con suerte, que debía dejar de esperar sentado la ocasión de lamentarse. Y que el tiempo, nuestro tiempo (mil puestas de sol en su pasado), ese que pasa tan despacio, no se rendiría jamás.
Bajo la Torre de la Vela, en la noche de los muertos vivientes, desvelados por fin los secretos entre su sombra y él, supo que le encontraría. Que estaba ahí, muy dentro, desde siempre. Que nunca se había ido.
Y que jamás dejaría de dudar.
Abajo, en la vega, canciones de cuna y de rabia se mezclaban en la madrugada. En su cabeza dejaron de rugir las antiguas tormentas imaginarias, a la espera de la hora incierta.

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