Confieso que afronté la lectura de MECÁNICA TERRESTRE con dudas y temores.
Dudas porque, como tengo dicho, ni el cuento (“o el relato, o lo que sea”) es mi género favorito (igual porque, mea culpa, sigo identificando la literatura con la vida, y creo ingenuamente que su complejidad necesita las páginas infinitas de la novela, su licencia para matar), ni me atrevo a asegurar que con esa tara tenga derecho a pronunciarme, a enarbolar mi ignorancia como falsa bandera blanca.
Temores porque cuando te topas, aunque sea virtualmente, con alguien tan sensible y tan atento como Emma Prieto Rubio, siempre tan dispuesta a apoyar a los que nos asomamos de puntillas y temerosos al mundo paralelo de la escritura, lo último que deseas es descubrir que su obra no te despierta el entusiasmo que merece.
Por eso decidí abrir el libro casi por el final, como una cata aleatoria antes de empezar el melón.
“Soy una mujer a la que se le congelan cosas”.
Y supe que todo iba a ir bien.
Que, como fui comprobando página a página, Emma tiene ese don. El don de hacernos creer que la realidad no tiene por qué ser la que pensamos (“Nunca pensé que algo así podría suceder. Pero da igual, las cosas suceden, aunque no pensemos en ellas”). Y que todo cabe dentro de un cuento, que es como decir dentro de una vida, pues en el fondo la vida no deja de ser lo que queramos que sea, o como queramos pensarla.
La enferma que se escapa de la habitación del hospital para ir a la cafetería. El jurado en un juicio por asesinato. Una hormiga que aparece en un ojo. Unos circenses que encuentran su guerrero interior, liberándose del miedo. Una niña rusa que se aparece en el desvelo de un sueño. Una pareja que lucha contra la carcoma. Una redacción sobre el Che. Una paseante que se convierte en musgo. Un mes de abril que enloquece. Una mujer a la que todos piden favores. Una niña adoptada que, temerosa de que la vuelvan a abandonar, decide hacerles sufrir. Un confinamiento tan absurdo como las situaciones que provoca.
Ya sin dudas ni temores, regresé al principio, sabiendo que me esperaba el juego apasionante de la buena literatura. De “encontrar la música que mueve los textos”.
“Escribo para inventar la vida o para alejar las sombras. Tal vez sea lo mismo. Como si fuera posible detener las horas o apresar el pasado”.
Cómo te entiendo.
Y seguro que también esa vecina del tercero izquierda que, sin duda, te leerá.
