Llega un momento, en toda salida de setas, en que levantas la cabeza y te das cuenta que te has perdido. Que tus amigos, esos con los que no parabas de darle a la lengua en el coche mientras el mundo se alejaba, están fuera del campo de tu vista y de tu oído. Que estabas tan ensimismado en el suelo misteriosamente oculto a tus pies que, como un astronauta levitando, te has olvidado de todo. De que, por mucho que bulla tu cabeza, no estás solo. De que extramuros del pinar hay mucha gente que no tiene ni tierra para agarrarse, ni níscalos que descubrir, ni siquiera juma que aplastar para escuchar el sonido de su huella. De que arriba existe un cielo tras las nubes, y ese sí que nos iguala, por mucho que tardemos en pisarlo, cuando nos volvamos del revés, persiguiendo la lluvia de la que nace todo hasta el final. Hasta de que tienes que volver sobre tus pasos, como en la vida, por mucho que la adrenalina salvaje de saberte único te hunda en el silencio húmedo del bosque.
Por mucho que el viento te borre.
Hoy no vimos ni uno, y encima nos mojamos, pero qué gran día.
