CADILLACH RANCH

Lo supe nada más levantarme, por fin. Estaba solo. Mi vida se había estancado en un agujero porque no era nadie. Como un lagarto en una isla farera o un náufrago reflejado en la inmensidad del ojo de una ballena varada. Por eso, tras atar la docena de globos negros al tubo de escape, hui en la vieja furgoneta llena de ataúdes con mi nombre. Fue poco antes de que mi casa, que llevaba ya tiempo expandiéndose, se convirtiera en un abismo horizontal.
Dado que Las Almazaras (mi antiguo pueblo), estaba ya repoblado por una caterva de holandeses excéntricos, decidí ir a suicidarme en cualquier punto de la ruta 66, que para el caso qué más daría. Por el camino, mientras esquivaba a volantazos insectos con caras antiguas, cocos asesinos y cagadas de pájaros gigantes, de mi mente fue brotando un pequeño pueblo en 3D. La verdad, no me lo he pasado tan mal, pensé mientras desfilaban por mi retrovisor sus personajes, desde el banquero confinado en su coche hasta el comercial reconvertido en asesino a sueldo, pasando por el pintor de caras de tres ojos y el anciano jardinero que disfruta viendo morir sus plantas. Incluso me saludó la chica encanada en lo alto de la atracción ferial, con su sonrisa de la primera vez. Poco antes de parar y echarme al monte me crucé, como quien no quiere la cosa, con el Citroën de Modesto Baldío cargado de artículos de mercería, mientras Malasanta apuraba de copiloto una botella de Fundador y (supuse) el conejo de su difunta dormitaba atrás, en el remolque.
Lo de las moscas sí que no lo vi venir. Ya me había internado en la espesura, con la secreta esperanza de encontrar por última vez níscalos (mi gran pasión, tras completar años ha el diccionario enciclopédico ilustrado de mi vida en el Roque Espino) cuando, a punto de desistir, apareció entre los árboles un chimpancé macho con sobrepeso y una Mahou en la mano. Aterrizaron a mi alrededor en el mismo instante en que el simio, tras ofrecerme un trago, comenzó a aliviarse sobre la rama sin recato alguno. Una nube compacta y zumbona de bichitos que, posándose sobre la juma como un ejército de negros dulzones, me descubrió mi tesoro, escribiendo así mi punto y final.
Llené dos cestas a rebosar.
(Para Antonio Tocornal, en agradecimiento por los buenos ratos lectores, tantos como libros. He vuelto a ser feliz con CADILLAC RANCH, no os lo perdáis).

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