En la sala de espera no existes, solo esperas. De pequeño la odiabas. Era como entrar en un mundo suspendido, en el que las personas sentadas miraban por encima del hombro a las que, paradójicamente, les sacaban la cabeza esperando de pie. Un mundo atroz, de castas, presidido por la puerta del médico, ese oscuro objeto del deseo que cada rato, al abrirse, filtraba un rayo de esperanza en forma de nombre y apellidos. Mientras tanto, los seres atrapados en ese reducto espaciotemporal movían sus culos inquietos en las sillas escasas, o tamborileaban con los pies apoyados en las esquinas, sin atreverse a confrontarse, a dejar de asumir su hibernación, a salirse de su papel. De pequeño la temías. En la sala de espera, pensabas, todo era posible. Desde que al vecino le reventara de repente la papada plácida en un alien comeniños, hasta que la señora rebosante de enfrente, en un rapto, se marcara un striptease desesperado para deleite de la adolescencia que languidecía alrededor. Ni siquiera te atrevías a hablar, no fuera que, al significarte, te quedaras para siempre dentro de esa prisión, y desaparecieras. En las salas de espera de ahora sigue habiendo, acaso, revistas médicas que nadie mira apiladas en la mesilla, pero lo que priva son los móviles, qué gran invento, así no tenemos por qué mirar fijamente al techo, o al suelo, o de reojo a esa niña que ya apuntaba todo lo que iba a sugerirnos en nada, o susurrar a mamá que cuándo nos toca cuando ya no sabíamos dónde mirar y el mundo nos ahogaba. En las salas de espera de antes también había impacientes, o listos, según prefieras. Solían llegar resoplando, como si la paradoja en la que llevábamos los demás ya ni se sabe (pues todos saben que los relojes no existen) no fuera con ellos. Son los mismos, decía mi madre, que llegan a misa a la carrera, como para oficiar, o que se cuelan en la cola de la carnicería, como a ver si cuela, o que no dudan en hacerse valer, conscientes de que en este mundo de castas el que no llora no mama, y de que qué es eso de esperar de pie, que eso, y más cosas, quedan para los demás.
Cuando, de pequeño, la sala de espera me oprimía tanto el pecho que me notaba desfallecer, me concentraba con todas mis fuerzas en la puerta de enfrente, e imaginaba que, al abrirse, el médico era yo. Y que, prevaliéndose de nuestro secreto, me colaba, ante la indignación del hombre de la papada, de la señora rebosante, y hasta de mi propia madre. Y que todo quedaría atrás, en el olvido.
Esta mañana volví a la infancia, por obra y gracia de un doctor aficionado a la teoría de la relatividad. Por fin, cuando la bata blanca asomó, supe que era yo. Que ese niño asustadizo tenía razón, sin sospecharlo. Que seguía ahí.
Y ya no había nadie esperando.