Como buen aprendiz de escritor tardío, en mi máster acelerado de literatura española contemporánea me he topado con varios capítulos de esos que arrancas del temario y te llevas a casa. Y durante días intentas darles vueltas del derecho y del revés, procesarlos, digerirlos, disfrutarlos, envidiarlos sin recato, con toda tu impotencia, cada uno en su justa medida y proporción. Eloy Tizón, Justo Sotelo, Carlos Castán Andolz, Pedro Ugarte, Javier Morales, Emma Prieto Rubio, Juan Manuel Gil, Antonio Tocornal (sé que hay muchos más, mis disculpas por ello, también por la intrusión). Precisamente debo a este último el saber del autor que me ocupa ahora, al que ya me he atrevido (es lo bueno de la ignorancia, la osadía) a noreseñar en un par de ocasiones. Y como no hay dos sin tres, acabo de salir (¿vivo?) de las garras de ALGO PASA EN EL MUNDO, XXXI Premio Torrente Ballester de novela. Podría callarme y limitarme a citarlo, para así evitar meter la pata. Es más, creo recordar que ya lo hice antes. Pero (la ignorancia, claro) no puedo resistirme a exorcizar a su protagonista, un personaje tan lúcido como atormentado (“Debería haber elegido a otra persona para que se pusiera mi vida como se pone uno una camisa”), que te va chupando la sangre a traición, como un Drácula del alma (“Uno de esos locos que le hablan con una voz encantadora a alguien que hay dentro de sus cabezas”). Leer a Miguel Sánchez Robles es, para alguien que ame la literatura con mayúsculas ( la que aúna fondo y forma para trascenderlos, para lograr ese “juego sagrado entre nosotros y el mundo”), a la vez una delicia y un sufrimiento. Delicia porque a cada frase tu mente chisporrotea como una bengala de colores. Sufrimiento porque no te permite un respiro, hasta el punto de que llegas a echar de menos encontrar el equilibrio justo entre esa tormenta de fogonazos que te vuelan la cabeza y un mayor hilo narrativo, necesario (crees, en tu triple ignorancia) para que un lector medio, o poco avezado, no salga haciendo cruces de sus páginas.
Miguel Sánchez Robles es tan bueno que, por excesivo, abruma. Es de esos escritores (si es que hay “de esos escritores”) que, al pasar la página, respiras fuerte y acompasado para evitar ahogarte, como el adolescente temerario que se reta a bucear un largo y no ve el momento de comerse su bravata (“Marta va por el mundo como los nadadores que no necesitan respirar”). Y acabas, sin saberlo, “mirando las cosas como si estuviera nevando y lloraras por ellas”, “con el corazón latiendo en tu garganta”, sintiéndote “como una rosa muy blanca injertada en un leproso”, y, de tanta intensidad, llegas a “envidiar a esa gente que no está triste ni alegre ni acostumbrada a pensar”.
Alguien para quien escribir es “como respirar más allá de la vida, y también como vivir muchos años en un día” necesita lectores dispuestos a desnudarse antes. A olvidarse de todo, hasta de sí mismos, para sumergirse a tientas en una aventura de la que no saldrán indemnes. A jugar con el demonio, en todas sus acepciones, para así intentar salvarse “de ese cotidiano cabotaje alrededor de la nada”.
A aceptar que, igual, las vidas de la gente (la nuestra) tienen sentido “porque se mienten muy bien a sí mismos”.
Ya sabía yo que me iba a comer mis buenos propósitos. Y es que, si tengo subrayado más de la mitad del libro, cómo no citar. Como de perdidos al río, acabaré autocitándome, para rematar(me): “hay lecturas que no son para leer, sino para subrayar, para detenerse, para chupar, para digerir, para no salir de tu asombro, para echar humo”. Y, añado ahora, para aprender.
