Siempre te cortaba la primera rosa del jardín. Cuando, nada más mudarnos, plantamos el rosal, ya nos dimos cuenta a la primera primavera que el empleado del vivero no tuvo su día. Ni eran rojas, ni pequeñas, ni duraban semanas (como le pedimos), sino amarillas, enormes y tan efímeras que, si no andaba listo, en dos días esos pétalos de piel suave que tanto te gustaba acariciar y oler volaban libres. Tentado estuve de arrancarlo, pero cuando vi cómo ante ella tus pupilas se teñían de ese sol de la infancia que nunca dejó de iluminar a Machado, desistí.
Mantenía el rosal por ti. Solo por verte de nuevo saltar a la comba con Maruchi, reír con los chistes de Rodolfo, jugar a muñecas con Cori, recoger collejas con Laura, mirar embelesada a Carmen al maquillarse, retemblar cuando la Virgen de la Loma subía del convento y Mariano lanzaba su viva desde la ventana del salón. Solo por devolverte a esos días azules, cuando en las tardes de verano planeabas libre por el aire suave, como un pétalo gigante de rosa efímera.
Cuando aún pensabas que tu jardín era todo lo ancho que tu vista abarcara, y florecías cada amanecer sin más horizonte que el cerro de Socorro, antes de que el abuelo subiera la recua de mulas con piedras para levantar el monumento. Antes de dejar de jugar a los agachaditos en el patio de tu casa, tan particular que aunque se mojaba al llover, como los demás, te hizo tan feliz. Antes de conocer al hijo de María, la viuda que alquilaba el cuarto diminuto a estudiantes para poder sacar adelante a sus dos hijos. Antes de abrirnos las puertas del patio de tu útero a los seis (tan agachaditos que los mellizos salieron junticos ya de por vida) para plantar tu propio jardín. Ese que sembraste, regaste y cuidaste con mimo cada uno de los días del resto de tu vida, fueran azules como en la infancia o nublados, que la vida, madre, es un campo tan basto, con tantos soles, que nunca sabes por dónde te van a salir, ni de qué color pintarán tus flores, ni cuando vendrá esa nube de pulgones negros como la noche que los teñirá a traición, sin avisar.
Reconozco que de chico, cuando rellenaba tu casilla y ponía “sus labores”, lo hacía casi a escondidas, como quien huye o mira de reojo o piensa qué pena. Tuvieron que pasar muchos años, más de los que me hubieran gustado, para darme cuenta de que para esas labores que con tanta humildad confesabas no había universidad alguna que licenciara. Que no existía mayor título ni tratamiento ni medalla ni diploma ni premio ni mérito en la vida de una mujer como tú que sus seis hijos, cada uno de su padre y de su madre, llegando un día como este, nada más levantarse, sigan saliendo en peregrinación a lomos de una recua de mulas a tu encuentro en lo alto del Cerro, donde apunta el monumento, para llevarte una rosa rebosante de pétalos amarillos. Y que, justo antes de pelearse por pasearte en esa silla de ruedas de tu patio, tan particular, se sigan reconociendo en ese sol azul de tus pupilas, ese que tanto nos costó abandonar cuando, a los nueve meses, te empeñaste en soltarnos a jugar fuera.
Al patio en el que ahora, huérfanos, te buscamos agachaditos para llevarte tu regalo, madre.
