LA NORMALIDAD

Volvía de Valencia, tras una jornada apacible, soleada y bien arrozada, y de repente el cielo desapareció, engulléndonos a traición una tromba de agua y granizo de esas de parar en el arcén, sujetar la luna delantera con los dedos y rezar. Una vez amainó, y, normalizada la atmósfera, continuamos hacia casa, aún con el susto en el cuerpo, me dio por pensar. Además de en lo típico y tópico de una situación así, (es decir, en la pequeñez insignificante del hombre comparada con la inmensidad de la naturaleza, etc…) pensé en lo limitados que somos. En que nuestra miopía histórica nos lleva a creer que una vida desahogada y sin más contratiempos que los propios de la edad, sexo y condición, es lo normal. Lo que debe ser. Qué lejos estamos del tatatatarabuelo que, cada vez que pisaba fuera de la cueva, ignoraba si volvería vivo o ensartado de colgante en el colmillo de un mamut. O del bisabisabuelo que, condenado a galeras, resollaba al ritmo de los tambores del cómitre, sin más objetivo que respirar a la mañana. O, sin ir más lejos, del vecino de Kiev que juega al pintopintogorgorito con el servicio ruso de paquetería de drones a domicilio. Que le digan a Gregorio Samsa qué es la normalidad (acabo de releerme La Metamorfosis, qué le vamos a hacer, me apetecía una cuña segura entre tanta novedad y feria del libro). Sí, vale, lo normal no es amanecer convertidos en un insecto, pero tampoco parecía posible que otro bicho pudiera lograr confinarnos en casa dos meses y taparnos las bocas y hasta explotarnos los pulmones y mira. Ni que el volcán de Tajogaite se tirara 85 días escupiendo fuego. Ni que cada vez que nuestro radar detecta una borrasca (ahora dana) nos encomendemos al Altísimo, con eso del Niño y la Niña y la madre que los parió. Ni que en pleno siglo XXI viviéramos con el alma en vilo, pendientes de que al hijo de un marino mutilado por los nazis le diera por pulsar, en un arrebato tonto, el botón rojo (el gordo, no el del 112), lo justo para impedirnos firmar un tratado de no proliferación de la inteligencia artificial, que será la próxima amenaza, al parecer. Y que, a este paso, es difícil que le demos la dudosa oportunidad de sustituir a la natural.
Somos cortos de vista. Igual nos esclafamos contra la primera tormenta que se nos cruza en el camino, que no vemos venir los votos de los sufridos electores (a pesar de la fiabilidad del C.I.S.), que no comprendemos que un buen día, sin avisar, los dinosaurios se extinguieron, antes de que hubiera dictaduras por exceso de democracia, antes de que la inteligencia “natural” despreciara a su entorno hasta explotar, antes de que una buena mañana, en su habitación de Praga, un judío asquenazí, empleado de seguros, decidiera revolucionar la literatura, al comprender que la normalidad es solo una fachada. Que lo insólito espera fuera, cada vez más cerca, acechando.

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