Ya lo decía Juan Manuel Gil en su “Trigo limpio” (“Puede que escribir sea eso. No tener las cosas claras. Porque quien asegura tener todo claro no se detiene a escribir nada, ¿no?”). Con esta cita terminaba yo mi noreseña de su primera novela, agradeciéndole al autor que utilizara la escritura “para hacer tiempo mientras llega la muerte”, y con ambas citas comienzo mis apuntes sobre “La flor del rayo”. En realidad, podría ahorrármelos, y pegar un enlace a lo ya dicho entonces, autocitándome (“una prosa expresiva, con la difícil facilidad de la imagen poderosa y justa, unos diálogos en apariencia excesivos pero ágiles, una reflexión sobre el sentido de la propia escritura…). Pero entonces debería confesar mi bloqueo creativo y, como el autor, convertirme en mi propio personaje, y luchar contra ello, psicoanalizándome como escritor y como persona, jugando con los límites de la autoficción, para intentar transformar ese bloqueo en una mera excusa para engendrar de nuevo otro novelón. Una historia construida otra vez de la nada, con una ambigüedad tan calculada que consigue lo que, a mi entender, distingue a los libros que miran hacia el lector, a diferencia de los que se escriben contra él: que las frases se encabalguen unas a otras, contigo de jinete disfrutón.
Juan Manuel Gil es un charlatán. Dicho en el buen sentido, claro, pues sabe como nadie embaucar al lector, haciéndole caminar en cada capítulo por el alambre que le tiende en los morros, siempre al borde del abismo, jugando con el equilibrio entre lo críptico y lo evidente, entre el relato y la digresión, entre la realidad y la ficción, entre la literatura y la vida. No es fácil dosificar el suspense con la mínima acción, vertebrando casi toda la estructura de una novela en el propio misterio de escribir, y encima ironizar al respecto, curándote en salud (“que todo encaje en una novela está sobrevalorado. Los escritores no somos relojeros.”). Y que ese juego metaliterario, esa autoironía (¡qué bien se lo debe haber pasado escribiéndola, inmerso en esa “fuerza gravitatoria” de las buenas historias), sean capaces de no resultar tan artificiosos que detengan al funambulista que avanza página a página sin caerse. Aparta Señor de mí el cáliz de distinguir entre literatura buena, mala o regular, pero o mucho me equivoco o cualquier letraherido (y no solo los yonquis de la escritura) disfrutará perdiéndose entre las buganvillas, las madreselvas y la jacaranda que el alter ego del autor planta en este jardín, a la sombra de la gran mimosa, mientras “la literatura le permite creer en su mejor realidad: la ficción.”
Y este es el punto en el que debería callarme. Ya lo dice el protagonista: “la escritura suele emerger del extravío, de la escasez de certidumbre”. Y como nada tengo más cierto que Juan Manuel Gil lo ha vuelto a hacer, punto y final. Seguro que, como él, encontraréis vuestro lugar “dentro de la propia historia”.
