“Escribir sin querer llegar a ningún sitio. Escribir como respirar o crecer o engordar. Por pura naturaleza. Escribir sin tratar de gustarme, del corazón al papel. Escribir como el único acto de amor solido que al parecer me queda”.
Hay veces en que un libro llega a tus manos porque toca, como el primer beso o la última decepción, en el momento justo. Aunque, para ser sincero, a la hora de abordar #enblanco, influyeron tanto la recomendación de Ernesto Calabuig García como el tema central. Una mujer casada a los cincuenta, en esa intersección de la vida en que te encuentras a medio de todo, tan lejos de tus ilusiones juveniles como de tus renuncias ancianas, en el punto justo en que tanto unas, al alejarse, como otras, al asomar, colisionan en tu cabeza, mientras el tiempo sigue a lo suyo, desaparecido pero socavando tu relación de pareja (“nos vemos raros…Sin conocer la causa, hacemos con nuestro matrimonio un bocadillo diferente”) y la relación con tus hijos deja de ser esa esclavitud absorbente de la niñez para pasar a un tira y afloja neurótico (“la sensación de que me he peleado con un novio en lugar de con mi hijo”) pero igualmente despersonalizador (“Lo que no nos resulta sencillo es ser los cuatro, porque entonces nosotros dos dejamos de serlo”).
Todo esto, así dicho, parece sacado de un manual barato de psicología familiar. La diferencia radica, como siempre, en la literatura, es decir, en el misterioso arte de coger esos temas universales y darles forma. Y ahí es donde Coloma Fernandez Armero, con una sensibilidad tan original y cercana como su forma de expresarla, consigue el milagro. Sin grandes declaraciones, sin retahílas de confesionario antiguo, sin maximalismos ni teorizaciones ni justificaciones, solo con la difícil poética de las pequeñas cosas, de los detalles reveladores, de las asociaciones fulgurantes, consigue que el lector, aun sin serlo, entienda, comparta y sufra con esa madre que quiere “dejar de ser un faquir, dejar de hacer sacrificios para que todo vaya bien”, y que busca ese punto de fuga en que deben converger su propia proyección y la relación con los suyos. Una madre que se pregunta qué ha quedado de ella.
“Ya nada duele. No hay amor antiguo ni presente que vuele por la boca del estómago. Solo me quedan las palabras que lo describen”.
Y a los demás. Siempre nos quedarán las palabras, ese “único acto de amor sólido” al que agarrarnos. Menos mal.
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