EL ENEMIGO

Esa noche durmió aún menos que la víspera electoral, que ya es decir. Hay noches, igual que hay días, que no son cualquiera. Hay noches en las que todo lo que uno va desterrando al cuarto oscuro se precipita de golpe, como si un okupa lo asaltara en un descuido tonto del dueño. Cuando el sol comenzó a pulsar su código Morse por las rendijas de la persiana, se acordaba de todo.
Del primer sueño. Cuando, a pie del balcón de la sede, y mientras se proclamaba ganador (según lo previsto), el centenar de fieles que lo vitoreaban al grito ciego de ¡presidente! se vieron asaltados por otros tantos que lo increpaban, convirtiendo en un abrir de ojos la calle en un campo de batalla, entre lemas rescatados del NODO (“¡No pasarán”, “¡Santiago y cierra España”,…) y banderas como sudarios, enarbolando cadáveres.
Del segundo. Cuando, mientras el conflicto se extendía por todo el país con algaradas violentas en cada plaza, el cielo empezó a desplomarse de este a oeste. Fue como si el incendio que los mapas del telediario dibujaban en las aguas del Mediterráneo, extendido a la tierra, tiñera de fuego la península, y, a la vez que abrasaba a cada votante, de uno u otro color (incluidos los que se abstuvieron, casi los más), resucitaba con su aliento de siglos todos los estratos fósiles bajo tierra. En años que en el sueño se comprimieron en segundos, una flotilla de dinosaurios remontó los vuelos, desayunándose a los pocos que quedaban (casi todos cargos de confianza de los candidatos, siempre preparados para lo peor), mientras olas gigantes dibujaban con manchas de agua el nuevo mapa patrio, tragándose las fronteras.
Del tercer sueño, sin embargo, solo tenía un vago recuerdo. Era pequeño, hacía calor, estaba en el pueblo, en una de esas tardes sudorosas de moscas rondando y botijo al aire. Era la hora de las historias, y su padre, sentado en su silla baja de enea a la puerta de casa, contaba a los vecinos cómo una vez, hacía muchos años, en un país llamado España, de cuyo nombre no quería acordarse, los unos y los otros (esos que desde Goya se pintaban en negro a garrotazos), fueron capaces de sentarse a la puerta de la casa grande y, tras levantar la vista al cielo, empezar a hablar. Conscientes de que esa mancha lejana que emborronaba el sol solo podía ser un enjambre de dinosaurios redivivos, y de que solo buscando lo que les unía podrían ahuyentarlos. Y, quién lo iba a decir, contra viento y marea, lo consiguieron.
Nada más salir de la cama, marcó el número del otro (aunque hacía tanto que ni se acordaba, fue fácil, solo tuvo que buscar “enemigo” en Contactos). Ese fue el cuarto sueño.

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