Por motivos familiares varios, últimamente no me bajo del puente aéreo Cuenca-Valencia. Como mis mujeres, siempre tan altruistas, vierten su vocación solidaria en las rebajas, pasión esta que más que compartir cofinancio, entre tienda y tienda me aburro tanto que me da por pensar. Ayer, por ejemplo, a la sombra del Corte Inglés de Colón, en vez de cavilar sobre los fantasmas que acechan al orgullo, o sobre el apasionante duelo Pogacar-Vingegaard que amenaza nuestras siestas julianas, me dio por acordarme de mi abuelo materno. Mariano Segarra Real fue un modesto albañil de Burjasot que, piedra a piedra, como un cantero medieval, levantó de la nada su propia catedral. Y nombró deán del templo a Obdulia Linuesa Ruescas, una moza campillana despierta y resuelta que, un buen día de verano de finales de los 50, le propuso, como quien no quiere la cosa, comprar media playa de Levante. Era un pueblucho de pescadores llamado Benidorm (hijos de la piedra, según los fundadores), por el que se asomaron a trasmano cuando ya la empresa de Mariano iba viento en popa, y prometía calles enteras para que sus siete hijos vivos zascandilearan a sus anchas. Aunque en esa ocasión el capricho de Obdulia no cuajó en Mariano, mucho menos visionario que su esposa, ella jamás dejó de contar a sus nietos, en esos oscuros atardeceres del invierno conquense, que todas esas catedrales tan altas que por la tele parecían unir el mar con el cielo a escasos 300 kilómetros de casa, donde miles de rubias se cocían a fuego lento en las playas, podían haber sido nuestras. Y Mariano, que desde el derrame dedicaba su precioso tiempo regalado a esconder por los rincones más insospechados de casa los Ducados que Obdulia, ya dueña y señora absoluta, le confiscaba, sonreía. Cualquiera diría que del propio absurdo de la situación (¡jejejé, conque cocerse al sol!), o, al estar ya por encima del bien y del mal, que sonreía con esa extraña felicidad que solo proporciona a la vejez la inocencia recobrada.
Todo esto mientras mis santas invertían a espuertas en el sector textil de una Comunidad que, de haber hecho caso mi abuelo a mi abuela, además de ponernos una calle en Burjasot, nos hubiera nombrado hijos adoptivos de un pueblecito de pescadores en el que ya no se pescan más que medusas y melanomas. Quizá por eso la sonrisa anciana con que recibí la enésima chanza de mis hijas, sabedoras de lo que estaba disfrutando.
—¡Menuda cola! Cuando seamos ricos, pasamos de las rebajas, ¿vale, papá?
Y papá pensaba, en vez de en lo que debía (es decir, en tanto fantasma que nos acecha a la vuelta de la esquina, cociéndose a fuego lento en las cenizas de su estupidez, como un vikingo en la playa), en que ojalá en algún otro vuelo pudiera cambiar el tour turístico de boutiques por una silla y un boli en la sección de libros, sin formar parte de la cola. Y en que igual ha heredado el gen visionario de su abuela Obdulia. Cada loco con su tema
