Como es sabido, yo no escribo reseñas. Tan solo me atrevo de uvas a peras a compartir con las almas de Dios que me leen (si es que, incauto de mí, hay alguna) mis impresiones de advenedizo. Y dado que de cada cuatro libros que me echo al coleto como mucho uno me provoca ese entusiasmo evangelizador, de los otros tres suelo callar (el que calla no otorga).
Por eso me duele, en plena canícula, recomendar que no se os ocurra leer Jerusalén, de Gonzalo M. Tavares. Es más, es justo lo último que deberíais hacer. ¿O es que el verano está hecho para sumergirse en el apasionante mundo de las enfermedades mentales (por mucho que pueda trasladarse, en plan parábola, y en la medida de nuestras posibilidades o querencias, al mundo supuestamente cuerdo), en vez de en la apasionante cordada de Paquito el chocolatero, con la luna rielando en las calvas desatadas?
¿O es que el verano está diseñado para que el lector, mecido por la brisa de la playa y los empujones de los okupas de primera línea, se sumerja en la apasionante tesis de que la salud presupone la búsqueda de Dios, de que tanto la historia colectiva como la individual avanzan hacia el equilibrio entre el sufrir y el hacer sufrir?
“Corrieron por la acera como si el mundo estuviera empezando. La vida estaba irreconocible y en la calle los hombres y las mujeres eran mensajeros”.
“El superviviente de un campo de concentración dijo: Los hombres normales no saben que todo es posible”.
¿O es que el verano no está pensado, como es vox populi, para que nos olvidemos de nosotros mismos y, entre barriles de cerveza como misiles rusos y estribillos como escudos antimisiles, a la altura de sus músicas (y ya es difícil), abandonarnos a los más bajos instintos, en vez de para angustiarnos con esos comportamientos oscuros de los que ninguno estamos nunca a salvo, por mucho que el escritor los vaya trenzando con maestría hasta su final?
Ya lo dice Quevedo (el otro):
“Quédate
Que las noches sin ti duelen
Tengo en la mente las pose’
Y todos los gemido’
Que ya no quiero nada
Que no sea contigo”
Por todo lo anterior, y lo que apenas imaginas, ni se te ocurra extraviarte de ti mismo con este libro en estas fechas. Por mucho que te laven la cabeza las letras que vuelan y bailan y se engarzan en cordadas esquizofrénicas bajo la luna de agosto.
Por mucho que intuyas, como el autor (¡a los 35 años solo!), que todos estamos locos.
O tal vez por eso, qué más dará el verano.
“Tiene fiebre y quiere romper el cristal. No me siento la mano, dice Mylia. Si rompo el cristal con la mano sentiré la mano.
Witold dice: Si no sientes el alma, rompe el cristal con el alma. Se ríe.”.
