EL ATRACÓN

Llevas tres semanas en capilla, como un estudiante de la EVAU o un enamorado que espera. Ni dulces, ni salsas, ni cervezas, ni nada de esas guarrerías por las que, sin duda, merece la pena vivir. Hasta evitas empalmar la comida con la siesta, que dicen las malas lenguas que son deportes diferentes, que requieren su pausa. Llegas a tu examen semestral en ayunas, te quitas hasta el reloj y el cinturón (y porque la enfermera te para el entusiasmo nudista), convencido de que cualquier gramo importa, todo sea por la causa. No sacas la chuleta porque tus respuestas ya están en el ordenador, sopladas por el pis y la sangre (chivatos), que si no… Sabes que te juegas mucho. El volver a ser un ciudadano grasiento y normal, que pueda remojar embobado la soletilla en el café, empalmar las cañas sin calculadora, arrebañar con lujuria los bordes aceitosos del plato de bravas; incluso andar pensando y hablando, en plan Aristóteles, en vez de huyendo a toda prisa de las calorías que se quedan por el camino.
Hasta que la nefróloga, con la sonrisa puesta y el tono ausente, te va desmontando una a una tus ilusiones, como una enamorada calabaza en mano o una cartilla de notas díscola, mientras notas menguar tu autoestima de forma inversamente proporcional a tu desesperación. Y te ves de nuevo en pantalón corto, cuando la sola perspectiva de que un día ellos se fueran te desvelaba al alba. O cigarrillo en boca, cuando aún no había GPS y en cada cruce de caminos dudabas, más perdido que Carracuca. O limpiando culetes llorones, cuando dejaste de existir para convertirte en tu padre. Y el futuro se te vuelve de un oscuro pis sangre, y te vas directo a Amazon a buscar de oferta un pastillero como el de tu suegra, y a Booking las mejores celdas en monasterios molones para la temporada alta, todo incluido (pan integral 100 %, agua filtrada, cilicio de mano y tour por el claustro), y a Google cómo adelgazar sin morir en el intento, y a las redes en busca de consuelo anónimo.
Voy a pegarme un atracón para celebrarlo.

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