Los dos o tres que os habéis molestado en leer mis noreseñas sabéis que casi siempre comento libros que me han gustado mucho. Otros me gustan menos, pero como me confieso pecador contra el undécimo (no escribirás lo que se te pase por la cabeza), valoro tanto esa tentación que el mero hecho de sucumbir ya me parece elogiable. Por tanto, y máxime al no ser ni por asomo un crítico, no me parece ético exponer mis decepciones literarias, ni mucho menos denostar un libro. Es un ejercicio tan personal que merece todo el respeto, no solo el que escribe, sino sobre todo el que lee; ya se sabe que hay tantos como variedad de flores silvestres en mayo, o incluso más.
Con este preámbulo no pretendo excusarme, ni aliviar mi conciencia antes de romper mi palabra. Pero tengo que reconocer que AMOR INTEMPESTIVO, de Rafael Reig, me ha dejado, más que decepcionado, en un estado espiritual difuso, como entre Pinto y Valdemoro. Y un libro que, aunque no exalte mi entusiasmo lector, me remueve, me provoca, me hace pensar, y hasta me obliga a bucear por las redes en busca del autor y su verdad (ver entrevista de Javier Morales en El Asombrario del 8/11/20), no merece mi ostracismo.
No solo soy un escritor frustrado. También hay otros campos de la vida por los que, a estas alturas, sé positivamente que Dios no me ha llamado, aunque me hubiera gustado, de poder, como cantante (enseguida lo supe, cuando las beatas se giraban en misa para detectar mis desafines infantiles), bohemio (aprecio demasiado el orden en mi vida), alpinista (mi vértigo me limita a ver los documentales) o latin lover (sin comentarios). Por eso, cuando me doy de bruces en una novela con alguien que ha apostado todo a la sagrada cruzada del arte, hasta el punto de levantarse todos los días “a las cinco de la mañana para leer dos horas”, pero que reconoce que “no leo para tener cultura, sino para vivir. También para follar. Yo he follado mucho por ser culto”, mi mundo burgués y apacible se tambalea. Y ese viejo sueño adolescente, hace tanto desechado por las crueles leyes del reparto genético, vuelve a asomarse perturbador. Mientras el autor va desgranando, en un ejercicio autobiográfico confeso, salvo que este sea ficcional en sí mismo (“Es todo realidad. Y no es autoficción…Aquí el malo soy yo”) sus andanzas juveniles desde la facultad, ya inmerso en un ambiente intelectual, hasta la muerte de sus padres y el posterior nacimiento de su hija una vez regresado de su periplo americano, se me alternan la inevitable fascinación de una prosa desenfadada, ágil y cruda con la incredulidad por sus numerosas proezas sexuales. Hasta que acabé y buceé en sus declaraciones en prensa no salí de mi asombro, o tal vez no quería salir (“Es verdad que follé mucho, pero disfruté más leyendo”). Pero, como cantaba Javier Krahe, no todo va a ser follar, claro. También es un recorrido iniciático, una búsqueda de un alma (“Hacerse un alma es el propósito de toda vida que merezca ser vivida”), de una identidad que le permita escribir una obra maestra, su gran objetivo, que reconoce no haber encontrado aún. Una búsqueda y una huida (“Quizá se escribe siempre un palimpsesto, para borrar otra escritura anterior, las huellas del pasado, aquello que nos persigue en la oscuridad y de lo que intentamos alejarnos”). Y un ejercicio deslumbrante de exhibición personal a través del filtro libre de la literatura (“Durante aquellos años mi vida era muy sana: madrugaba mucho, corría una hora y media, fumaba sin parar, bebía una botella de whisky al día, leía dos libros también cada día, comía poco y cualquier cosa, y me acostaba con alguien unas cinco veces a la semana”). Merece todo mi respeto y admiración alguien que declara que “La escritura para mí es una forma de pensar. Yo me siento y no pienso. Yo me pongo a escribir y pienso. Me pongo a escribir lo que me ha pasado y lo voy entendiendo”. Lo que no quita para que me admiren menos algunas de sus declaraciones, por mucha carga irónica que arrastren, como su autoproclamado machismo por ser incapaz de tener amigas, o su gusto por la provocación, por llevar la contraria (“el sentido común es lo peor que hay”). Tal vez ahí radique la clave, en ese juego ambiguo entre la persona y el personaje que dice ser, juego, por otra parte, tan literario y tan adictivo.
Aparte de la envidia insana que me corroe las entrañas, como siempre que contemplo la radicalidad de las vidas ajenas desde la platea de mi sillón (el vértigo, ya sabéis), y de sospechar que, a pesar de su pretendida confesionalidad, hay bastante más de pose epatante en sus escritos de los que admite, he sacado algo en claro. Que tengo que seguir leyendo a Rafael Reig.
Quiero saber la verdad.
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