«Todo empezó en el embarazo. A veces pienso que el puro instinto de reproducción no existe. Que el que engordemos tras ceder a las tentaciones de la carne y nos crezca otro ser dentro, unido por un cordón que, a pesar de las apariencias, nunca se corta, siempre está ahí, no deja de ser un castigo divino a nuestro pecado original, como me contaba madre que voceaba extasiado desde el púlpito en Turileda don Constantino, un sacerdote de los de antes, de sotana, manteo y sombrero de teja, siempre más presto a la ira que a la comprensión.
Todo vino porque tenía que venir. Porque era inevitable.
Como nuestro amor.
Como tu silencio.
Nadie nos prepara para el envés de la vida. Nadie nos explica que todo acto tiene su consecuencia, que después de la tempestad llega la calma, que la ilusión primero despega sin avisar, remonta el vuelo, se enreda juguetona como un hilo inocente entre las nubes de algodón del cielo, se abandona a su altura, pero luego necesita un manual de aterrizaje. Que en el álbum de fotos de nuestro disco duro no todo se reduce a los momentos de exaltación, de gozo, de celebración, a sonreír a la de una, dos, tres, y que todos lo vean y mira cómo la felicidad me embellece, si es que se te escapa por las pupilas y así da gusto, qué envidia, qué guapos todos, yo de mayor quiero esas fotos.
Nadie quiere asumir que la vida al final es tiempo, y que el tiempo solo transcurre cuando no se detiene. En cada rato muerto de cada día de mierda. En cada situación que nos supera y corre alocada por delante de nosotros, consumiendo acelerada nuestros segundos, que, en contra de lo que queremos pensar cuando no pensamos, no son infinitos. En cada una de las arcadas conque, día sí día no, me recordaban tus futuros hijos tu lejanía. En cada uno de los momentos en los que te necesitaba y no estabas. En cada uno de los momentos en los que estabas pero ya te habías ido, aunque seguía necesitándote. Ahora, cuando en cualquier momento puedes irte definitivamente para no volver, como si antes no estuvieras ya muerto.
Como si hubieras estado siempre a mi lado.
¿Y sabes que es lo peor, Beni?
Sé quién es mi enamorado de la carta rosa.(Esto no es lo peor).
Lo peor es que hoy he acudido al bar con una rosa roja prendida en el pelo.»
Los que tenéis el virus sabéis a qué momento me refiero. Cuando te das cuenta que tus personajes, para bien o para mal, existen. Que te has convertido en un médium, en un simple vehículo para que aterricen de donde quiera que vengan. Que, por mucho que intentes refrenarlos, son tan exigentes que te absorben. Que te falta el tiempo en la misma medida que te sobra la vida, si es que la vida no consistía en alumbrarlos, en dejar constancia de su paso.
En ese momento estamos.